Ana Laura Zerón Soler: La apertura a distintas formas de ver, sentir y crear
Para Ana Laura Zerón Soler, el cine comenzó con una historia luminosa y extraterrestre. “Cuando mi mamá nos llevó al cine a ver E.T.”, recuerda. En esa oscuridad cálida de la sala, el asombro se volvió una forma de comunicación: una emoción compartida entre madre e hijos, entre desconocidos sentados uno junto al otro, mirando hacia el mismo punto de luz. Fue su primer encuentro con lo imposible hecho creíble, con el poder de una historia para conectar mundos.
Años después, otro filme transformó su relación con el cine: The Pillow Book de Peter Greenaway. No solo la conmovió, sino que la llevó a descubrir su vocación: la edición. “Fue la película que me hizo querer dedicarme al montaje.” En el ritmo de esa cinta —la poesía visual, la textura de las imágenes, el poder de la secuencia— encontró el espacio donde las historias cobran sentido. En el montaje, comprendió, el cine se construye y se reescribe: es donde los fragmentos se convierten en emoción.

Hacer cine desde su contexto ha sido, dice, una oportunidad y un desafío. “Esta ciudad me dio la oportunidad de desarrollarme en una profesión que nunca imaginé dedicarme”, cuenta. Venía del mundo de la publicidad, con sus ritmos frenéticos y presupuestos estables, y aterrizó en un territorio de incertidumbre creativa. “Sencillo no es, y más cuando vienes de la publicidad. El enfoque es distinto. Muchos piensan que no podremos sostener una película o las emociones que implica.” Pero a pesar de las diferencias y de las dificultades —sobre todo económicas—, eligió quedarse. En el cine encontró algo que no paga la publicidad: sentido.
Para Ana Laura, seguimos contando historias porque “satisface necesidades humanas: comunicación, pertenencia, comprensión y transformación.” Su definición es casi antropológica: el cine como espejo de nuestra necesidad de entendernos unos a otros. En su trabajo, busca “explorar mi creatividad, jugar con las emociones.” Porque, para ella, editar es también sentir, intuir, escuchar el pulso de lo invisible entre las imágenes.
Como docente, enseña desde la experiencia y la humildad. “Hago ver que lo que yo he vivido, aprendido y ahora enseño no es lo único, ni la única forma de hacerlo. Existen distintas visiones, enfoques y hasta palabras, dependiendo de los crews, los directores, los ámbitos.” Su pedagogía es una práctica de empatía. “Que sepan que todos los que formamos parte de un proyecto somos un engranaje, que trabajamos para contar y hacer la historia de la mejor forma posible.” Y, sobre todo, que la curiosidad sea motor: “Que pregunten, que no teman al no entender, porque no todos trabajan igual ni hablan el mismo idioma.”
Su mirada crítica sobre el cine mexicano es certera y sin romanticismo. “Lo difícil es el financiamiento, los fondos son pocos y la demanda los supera.” Añade que la distribución y las audiencias siguen siendo los grandes obstáculos: “Las salas comerciales están en las grandes ciudades, las películas independientes no alcanzan al público.” Aun así, su tono no es de resignación. Encuentra gratificación en la diversidad creativa del país: “México ofrece historias, culturas y paisajes únicos que inspiran voces originales y potentes.” El cine, dice, “tiene la capacidad de generar impacto social, de visibilizar y transformar.”
Su deseo de cambio es profundo: “La libertad.” Libertad para crear sin encasillarse, para no depender del mismo puñado de nombres o de rostros que monopolizan la industria. “Que no todo gire en torno a un director o a los únicos actores que atraen público. Si viéramos otros estilos y narrativas, nuestro panorama y nuestros gustos se ampliarían.” Propone algo más estructural: una ley que obligue a las salas a exhibir más cine mexicano y latinoamericano. “De diez salas, ocho son para Hollywood. Necesitamos diversificar para descubrir lo que realmente nos interesa como país.”
Sobre el futuro del cine independiente, su visión es realista pero esperanzadora. Lo imagina en expansión: con “más rodajes impulsados por talento local, laboratorios, híbridos entre formatos, cines comunitarios, ciclos en centros culturales y plataformas digitales de nicho.” Cree en las comunidades de creación, en el microfinanciamiento, en el intercambio entre regiones. En su voz, el futuro del cine no depende de los grandes estudios, sino de los lazos que los creadores logren tejer entre sí.
Cuando se le pregunta qué espera del público, responde con sencillez: “Que los haga sentir.” En esa frase cabe todo: el cine como emoción, no como discurso. Entre las películas recientes que la han conmovido menciona Beginning, de Dea Kulumbegashvili, y Witches, de Elizabeth Sankey: obras que —como su propia práctica— expanden los límites del lenguaje cinematográfico.
“El cine es la apertura a distintas formas de ver, sentir, pensar y crear”, dice. Su definición no busca clausurar, sino abrir puertas. Si tuviera que condensar su visión en una imagen, elegiría “el cañón de inicio disparando a la audiencia en Entr’acte”, ese momento en el que la mirada se activa y el cuerpo se estremece. Porque para ella, el cine es eso: una detonación de conciencia.
A quienes están comenzando les deja un consejo que es también una invitación íntima: “Que exploren las emociones que encierran su historia.” No la técnica, no la fórmula, sino la emoción. Lo demás —dice— llegará con el tiempo, con el oficio, con la práctica.
En la mirada de Ana Laura Zerón Soler, el cine es un territorio de libertad y descubrimiento. Un espacio donde editar es escribir con el alma, enseñar es compartir lo aprendido y ver una película es abrir una puerta hacia otras sensibilidades. Porque al final, como ella misma afirma, el cine es la apertura: una forma infinita de ver, sentir, pensar… y crear.


