Jorge Lorenzo: Cine por el cine mismo
Para Jorge Lorenzo, el primer destello del cine llegó con una capa roja volando sobre la pantalla. “Creo que Superman”, dice con una sonrisa que encierra más una imagen que una certeza. Ese recuerdo, simple pero poderoso, marca el inicio de su relación con el asombro: el cine como posibilidad de creer que todo —incluso lo imposible— puede tomar forma ante nuestros ojos.

Más tarde, una película lo confirmó en su vocación: Historias de Nueva York. “Fue ahí cuando entendí que quería dedicarme a esto.” No tanto por las historias en sí, sino por la mirada que las articulaba. Porque en el fondo, para él, el cine no es solo narrar: es observar lo que ocurre cuando la mirada se detiene en su propio acto de ver.
Hacer cine desde su contexto, desde su ciudad, significa algo íntimo y esencial. “Significa hacer la actividad que más me conecta conmigo mismo.” Su definición no busca grandilocuencia; al contrario, tiene la claridad de quien ha encontrado su punto de equilibrio. Filmar, para Jorge, es una forma de reconocerse, de mantener viva una conversación interior.
Cuando reflexiona sobre por qué seguimos contando historias, responde con sencillez y precisión: “Porque la gente quiere presentar el mundo desde su perspectiva.” Esa necesidad de mostrar el propio punto de vista lo mueve, pero también lo distancia de las formas tradicionales de hacer cine. “No uso cámaras ni dirijo escenas —aclara—. Me interesa hablar de la película misma como registro de que se está viendo.” En su pensamiento, el cine no es una ventana hacia algo más, sino una experiencia en sí misma: la observación pura del acto de mirar.
Su relación con lo colectivo parte de lo personal. “No pienso mucho en lo colectivo; me interesa hacer y enseñar lo que me movió a mí, y a partir de ello mover a los demás.” Su pedagogía no parte de la imposición, sino de la honestidad: compartir lo que a uno le transformó, y permitir que ese impulso contagie.
Los retos, dice, no son los mismos para todos. “Para los proyectos que yo hago, lo más difícil es encontrar el tiempo para hacerlos.” El cine, para él, es una lucha contra la rutina, contra la dispersión. Pero también es la recompensa de la persistencia: “Lo más gratificante es verlas terminadas y pensar que se pudieron hacer como uno las pensaba.” La satisfacción no está en la escala del proyecto, sino en la fidelidad al impulso original.
Su mirada sobre la industria es lúcida y sin amargura. “Creo que es difícil que cambie la manera en que se produce y exhibe, pero mis proyectos están muy por fuera de esas metodologías.” En lugar de resistirse al sistema, ha decidido simplemente no depender de él. Su interés está en otro lugar: “Me gustaría que cambie la enseñanza del cine hacia métodos más multidisciplinarios.” Para él, el cine no debe aislarse, sino expandirse: cruzar fronteras con la filosofía, la música, la arquitectura, la ciencia.
Acerca del futuro, ve con claridad dos caminos que se bifurcan. “Habrá más producciones grandes en Monterrey —dice—, cada vez hay más proyectos con producciones importantes y eso será inevitable con el crecimiento de la ciudad.” Pero su lugar no está ahí. “No estoy interesado en esos procesos; me interesan más los de poco o nada de presupuesto.” En esa independencia, encuentra autenticidad y riesgo: el cine hecho con las manos, sin intermediarios.
Lo que espera del espectador es, de nuevo, una invitación a la conciencia. “Que se hagan conscientes del proyecto mismo que están presenciando —explica—, que se concentren en los procesos y materiales que lo hacen, y no en representaciones de otras cosas.” Su arte busca revelar la estructura, no disimularla. Ver una película suya —o la de sus alumnos— es mirar el cine despojado de artificio, en su estado más puro.
Entre las obras que lo han conmovido recientemente, menciona “unos cortos estudiantiles de la UANL y del Tec muy interesantes.” No se trata de nombres ni de presupuestos, sino de lo esencial: la emoción de ver una búsqueda sincera, el gesto de alguien que filma porque necesita hacerlo.
“El cine es cine”, dice sin ironía, como quien defiende una verdad simple. En esa tautología hay una poética: el cine no necesita justificación, basta con ser. Su imagen favorita es igualmente elemental: “La tira de celuloide en cualquier formato existente.” Ese fragmento de película —físico o digital— resume su credo: el cine como materia viva, como registro, como evidencia de que alguien, en algún lugar, decidió mirar.
A quienes empiezan, les da un consejo que es también una ética: “Que lo hagan siempre en el nivel máximo de sus posibilidades. Que no dejen ningún detalle que puedan mejorar sin mejorarlo.” Porque el cine, incluso en su mínima escala, exige entrega total. “La gratificación será muy potente”, asegura.
En la mirada de Jorge Lorenzo, el cine no busca representar el mundo, sino revelarlo tal como es: imperfecto, luminoso, fragmentado. No hay pretensión ni artificio, solo la certeza de que filmar —con o sin cámara— es una forma de pensar. Su cine no imita la vida: la contempla. Y al hacerlo, nos recuerda que, al final, el cine no necesita otra definición más que la suya propia: cine.


