Olivia Peregrino: La memoria como faro
El primer recuerdo cinematográfico de Olivia Peregrino es también su primer sobresalto. “La primera película que recuerdo es El Resplandor, de Stanley Kubrick. Yo era una niña todavía y me impactó mucho, al grado de haber tenido pesadillas esa noche.” En esa mezcla de miedo y fascinación nació su vínculo con el cine: la certeza de que una imagen puede atravesar el sueño y quedarse a vivir en la memoria.

Sin embargo, su camino hacia el cine no fue lineal. “Decidí dedicarme a esto después de hacer mi primera película, que fue un documental”, cuenta. Antes de eso, el cine no figuraba en su horizonte profesional. Pero cuando su primer trabajo encontró eco en su público, algo cambió. “El recibimiento tan cálido y el impacto que tuvo me hicieron abrirme a otro camino que nunca me había imaginado.” Fue el documental lo que la enamoró del oficio: “Me permite unir todas mis pasiones: la fotografía, el periodismo, la investigación.” En ese punto de convergencia entre mirar, preguntar y entender, encontró su vocación.
Para Olivia, hacer cine es un acto de resistencia y de pertenencia. Es filmar desde donde está, con las herramientas y las condiciones que tiene, para construir otras narrativas posibles. “Necesitamos que el cine sea diverso —dice—, no solo en las historias, también en los personajes, en las ciudades que vemos, en la forma en que contamos y en quiénes las cuentan.” Su mirada se dirige hacia los márgenes, hacia los personajes que han sido reducidos a estereotipos. “Para mí es importante cambiar la narrativa, cambiar los estereotipos de grupos marginados que suelen ser representados siempre de la misma manera.” Su trabajo es un ejercicio de reparación simbólica: mirar distinto para volver a vernos.
El proceso, sin embargo, ha sido de aprendizaje. “Estoy acostumbrada a trabajar sola, y al hacer cine he tenido que aprender a trabajar en equipo”, confiesa. Lejos del modelo jerárquico que domina la industria, ha buscado una forma más abierta y participativa. “En el cine se trabaja de forma muy vertical, pero yo trato de ser más horizontal, de involucrar a mi equipo en el proceso creativo. Finalmente, el cine es un acto de creación colectiva.” En su set, la cámara no manda: dialoga.
Los retos, como para tantos cineastas mexicanos, son múltiples. “Conseguir financiamiento creo que es lo más difícil —dice—, es como una competencia feroz, pues son pocos los recursos que hay.” Pero incluso en esa precariedad encuentra gratificación: “Hacer cine sin financiamiento también es muy difícil, pero da muchas satisfacciones, porque a pesar de todo, de tener todo en contra, logramos hacer una película.” El logro no está en la escala de la producción, sino en la obstinación de crear a pesar del contexto.
Su crítica apunta al acceso y la centralización del conocimiento. “Para estudiar cine en una escuela pública tienes que irte a la Ciudad de México. En los estados solo hay escuelas privadas, y es difícil acceder a ellas.” Ella misma aprendió haciendo, guiada por la intuición y el deseo. “Me encantaría estudiar una maestría en cine documental, pero no puedo moverme a otra ciudad para hacerlo.” Por eso sueña con un futuro donde el aprendizaje sea descentralizado, con cursos, talleres y diplomados disponibles en todas partes. Cine como territorio abierto, no como privilegio.
Como espectadora, busca emoción y pensamiento. “Que el público se emocione y se inspire a crear, a imaginar sus propios proyectos a partir de lo que ha visto”, dice. El cine que la conmueve es aquel que mantiene encendida la curiosidad, el que ilumina realidades desde la ficción o la verdad. Recientemente, Una batalla tras otra, de Paul Thomas Anderson, la impresionó profundamente. “Son casi tres horas que no las sientes porque tiene un gran ritmo y es entretenida, pero también es un gran retrato de la situación social y política actual.” Para ella, las buenas películas son faros: alumbran lo que no se ve y ayudan a orientarse en la oscuridad.
“El cine es memoria”, afirma. No una memoria pasiva, sino una que actúa, que ilumina, que resguarda. Su imagen es precisa: “Una antorcha, un faro de luz que nos muestra el camino, que nos guía y nos ayuda a ver y a entender.” Así entiende el oficio: como un acto de lucidez compartida, una chispa que pasa de mano en mano.
A quienes empiezan, les da un consejo que resume su manera de crear: “Que encuentren su voz y se mantengan fieles a ella.” No hay otro camino, insiste, que el de la autenticidad. La técnica se aprende; la mirada se construye; pero la voz es única, y hallarla es el verdadero inicio.
En la mirada de Olivia Peregrino, el cine no es solo una forma de contar, sino de recordar. Cada película —como cada vida— es una antorcha encendida que combate la oscuridad del olvido. Porque el cine, en su esencia más pura, es eso: memoria viva, una luz que guía, que conecta y que sigue ardiendo mientras haya alguien dispuesto a mirar.


