Fernando Mol: Volver a mirar como cuando éramos niños

Para Fernando Mol, el cine llegó en las piñatas: una sábana blanca convertida en pantalla, niños sentados en el piso, el bullicio detenido, los dulces olvidados. “Ahí vi Dumbo, Los Aristogatos y Star Wars. Dejábamos los juegos y los dulces para sentarnos a mirar. Así empezó todo.” En ese gesto —elegir la luz sobre el ruido— se fundó una vocación: mirar juntos para sentir menos solos.

De niño, el cine no era oficio ni industria; era existir de otro modo. “En el cine uno podía ser, o existir de otro modo”, recuerda. Bastó Enemy Mine para que se sintiera “ese sobreviviente varado en un planeta desconocido, fabricando refugios con caparazones de escarabajos gigantes.” La imaginación, entonces, fue casa y herramienta: el lugar desde donde aprender a habitar otras realidades.

Con el tiempo, Fernando entendió que su cine nace del territorio afectivo. “Hacer cine desde donde estoy es hacerlo con la gente que quiero, en los lugares que significan algo para mí.” Todo lo demás —presupuesto, equipos, planes— puede cambiar. “Pero si la mirada se genera en compañía, hay cine.” En su práctica, la comunidad no es un recurso: es el origen.

¿Para qué seguimos contando historias? Para combatir la soledad. “El cine nos recuerda que no somos los únicos mirando, ni los únicos que sentimos.” Ahí está su brújula: no busca deslumbrar, sino conectar. Por eso, cuando toma la cámara, dice que quiere mostrar “lo que no se dice”: la fisura mínima, la respiración contenida, el silencio que revela más que un parlamento.

El equilibrio con el colectivo es también método. “Cuando trabajo en equipo recuerdo a Dr. House. No se trata de tener la razón, sino de provocar al equipo y dejar que de la confrontación surja claridad.” La fricción —bien conducida— afina la mirada. “El conflicto creativo bien manejado es parte del proceso.” Su set es un laboratorio donde la discrepancia produce precisión.

Sabe, sin embargo, de las dificultades de filmar en México. “Vivimos en permanente incertidumbre. El miedo a no sobrevivir a la siguiente crisis nos consume atención. El cine requiere recursos… pero sobre todo tiempo. Lo más difícil es encontrar un lugar tranquilo donde la curiosidad pueda pasear sin prisa.” Y aun así, persiste. ¿Por qué? Porque hay un gozo antiguo que vuelve. “Lo más gratificante es descubrir que el gusto por hacer las cosas ‘solo porque sí’ continúa igual que cuando eras niño. El acto de la creación es una manera de retroceder el tiempo.”

Su crítica al ecosistema es frontal: “Hay una visión demasiado glamorosa del cine, heredada del star system.” Propone desacralizar: “Deberíamos aproximarnos a él como a la música: puede suceder en un teatro, en un bar o en la sala de mi casa.” Y empuja más: “Hemos acorralado al cine en la idea de la superproducción. Hay que liberarlo y dejar que aparezca también en el mercado, en el metro y en nuestra recámara.” Solo así —disperso, cercano, doméstico— volverá a ensayar su potencia creativa.

Sobre el futuro del cine independiente, su apuesta es ética y comunitaria. “Sobrevivirá si deja de imitar a la industria. Si se asume como un espacio de libertad, de riesgo y de comunidad.” No deposita la fe en fondos o festivales, sino en vínculos: “El futuro está en los lazos que logremos crear entre nosotros. Lo demás, a la suerte: mientras haya quien mire, habrá cine.”

Como docente y espectador, no pide certezas: “Provocar cualquiera de esas reacciones ya es una ganancia.” Hace poco, un corto estudiantil —lleno de errores técnicos— le recordó por qué el cine importa. “La historia era sincera y los vulneraba. Resolvían con sencillez e imaginación, y por momentos alcanzaron lo poético.” La belleza, insiste, aparece cuando la honestidad encuentra forma.

El cine puede ser una sala, una técnica o un lenguaje. Pero también una forma de estar en el mundo. Una manera de observar lo que pasa inadvertido.” Si tuviera que fijarlo en una imagen, elegiría ese instante posterior a los créditos: “La película acaba de terminar, y yo todavía no puedo moverme. Un instante de silencio, cuando algo invisible sigue ocurriendo adentro.” Ahí, en ese temblor íntimo, el cine sigue trabajando.

A quien empieza le deja un método claro: mirar para entender. “Elige una película que te haya conmovido y mírala otra vez, no para sentir, sino para entender cómo lo lograron: dónde está la cámara, cuándo entra el sonido, qué cosas no se muestran.” Luego, dice, sal y filma: “Construye tu oficio con práctica y reflexión.”

En la mirada de Fernando Mol, el cine vuelve a la sábana blanca y al piso compartido: menos culto y más conversación; menos gala y más reunión. Porque, al final, el norte —como la infancia— se cuenta así: con gente querida, con lugares que importan, con el tiempo necesario para que la curiosidad vuelva a pasear sin prisa. Sólo entonces lo que no se dice encuentra luz. Y eso, también, es cine.


Fernando Mol es parte del festival y podrás conocerlo en una de las actividades del festival.

Mesa de dialogo “Los retos de la enseñanza“:
En un territorio donde el cine es oficio, lenguaje y memoria, necesitamos la voz de quienes lo piensan y lo enseñan. Esta mesa reúne a docentes con amplia trayectoria para articular una perspectiva académica sobre el cine: qué es, por qué enseñarlo hoy y cómo transmitir su complejidad sin perder su potencia creativa. La conversación busca tender puentes entre aula, set y pantalla, ofreciendo rutas claras para la formación de nuevas generaciones en el norte del país.

Síguelo en: https://www.instagram.com/soyfernandomol/